lunes, 15 de febrero de 2010

Los fantasmas del paraíso. Parte I

Antes que nada, disculpad que no actualice con mucha frecuencia, ya volverá mi inspiración creativa. Y gracias a todos los que hayáis participado de forma directa o indirecta en mi cumpleaños, seréis recompensados.

Es curioso que los que sabemos lo que es amar más allá de la ostentación (ya sabéis, eso de poner hasta en los asientos del autobús lo mucho que quieres a la otra persona para que lo vea todo el mundo), la monotonía, la relación interesada (regalitos y demás), las fechas importantes (con segundos, minutos, horas, días, meses, años,...), las ñoñerías del tipo cuelga tú y demás tópicos de pareja, opinemos casi todos lo mismo: San Valentín no es el día en que tienes que demostrar a tu pareja lo mucho que la quieres, sino todos los demás. Vamos, que San Valentín es una horterada y una estupidez.

Además, el amor sólo lo celebra quien no lo conoce. Sí, el amor es muy bonito, pero sólo cuando es correspondido; si no, es algo desgarrador, doloroso. No nos engañemos, la mayoría de las historias de amor no acaban bien, al contrario de lo que nos quieren vender; y en otra cosa no, amigos, pero de patinazos y fracasos en este tema podrían nombrarme doctor honoris causa.

Hace tiempo escribí una historia de amor que quiero compartir con todos vosotros. La colgaré en varios trozos, por aquello de darle un poco de expectación al asunto y que no os aburra de tanto leerla. Se titula Los fantasmas del paraíso, y salio publicado en el ECO de Teleco. Habla, hasta cierto punto, de mí. Y de ella. Espero que la disfrutéis y os acerque un poquito a quién soy.


Los fantasmas del paraíso. Parte I

      Alzó  el botellín y apuró de un trago lo poco que quedaba de cerveza. Su sabor amargo le recordó tristemente las fiestas que en el pasado frecuentaba con sus amigos. De vez en cuando le invitaban a salir, pero una y otra vez rechazaba las ofertas de noches de juerga y alcohol. Ya no le aportaban nada.
     Aunque, pensándolo mejor, eran sus amigos los que no le llenaban.

   Sus labios perfilaron una sonrisa irónica mientras se levantaba. A pesar de que el color amarillento de la cafetería de la Escuela conseguía ponerle de los nervios, se dejaba caer por allí a la salida de las clases para echar un trago, siempre solo, antes de volver a casa.
      Pasó  al lado de la cola de la comida y pudo echarle un vistazo rápido. <Oh, monsieur! Cordon bleu! >>. En su mochila pesaban las carpetas de asignaturas que ya había dado por imposibles. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que aquella carrera no era lo suyo y, aún así, acudía un día tras otro a clase para tomar los apuntes que sus profesores explicaban con mayor o menos destreza. Y ya que no se los iba a estudiar, por lo menos los sacaba de paseo.
      Cruzó  la puerta de la cafetería, dispuesto a marcharse lo más rápido posible, cuando se topó con Andrea a la salida de Publicaciones.
      ¿Acaso es posible describir la perfección?
      Aquella chica lo tenía todo: era guapa, inteligente y hacía gala de un sentido del humor con el que él sólo podía soñar. Al verle, sonrió. Podía decirse que era su mejor amiga, pero eso era sólo una verdad a medias. Si seguía yendo todos los días a la Escuela, en el fondo, para verla, para sentarse en cualquier lugar de la clase desde donde poder contemplarla mientras su mano escribía en el papel demostraciones lógicas que para él resultaban completamente ilógicas.
      -¡Buenas! –saludó-. No te he visto salir de clase. ¿Te vas ya?
      -Sí  –contestó él desde su nube-. Tengo un poco de prisa.
      -Pensé  que te quedabas a comer hoy. ¿Sabes qué hay?
      -Adivina.
      -Déjame pensar –se llevó un dedo a la barbilla y miró al techo, pensativa-. Paella y filete con patatas.
      -Eres buena, ¿eh? –le dijo-. Yo jamás lo habría adivinado.
      -¿No vas a quedarte aunque te insista? –puso cara de niña buena-. He quedado con Gonzalo abajo, si quieres comemos los tres.
      Gonzalo. Sólo con mencionar su nombre bastaba para que los celos azotaran su estómago. Durante unos segundos estuvo seguro de que su cara había sido la viva imagen de la ira. Miró hacia las máquinas expendedoras antes de contestar, intentando disimular su enfado.
      Gonzalo era su novio, uno de los muchos idiotas que pululaban por la Escuela dándose aires sólo por el hecho de estudiar una ingeniería pero que, en realidad, no hacía más que danzar de fiesta en fiesta, tirándose a lo primero que se pusiera por delante, y, por supuesto, su rol de chico malo le obligaba a faltar a todas las clases. Claro que ella era consciente de ello y, con casi total seguridad, era eso lo que más le atraía de él. La complicada psicología femenina, que hace aguas por todos lados.
      -No puedo, de verdad –dijo al fin-. Tengo prisa.
      Andrea se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla, pero él se apartó y comenzó a alejarse rápidamente de cafetería.
      -¡Recuerda que el Eco sale mañana! –le gritó cuando alcanzó el hall.
      El puto Eco, se dijo.
      Cuando alcanzó las puertas de la Escuela, soltó todo el aire que había estado reteniendo y aspiró profundamente varias veces para tranquilizarse.
      Se llevó las manos a los bolsillos en busca del paquete de tabaco y el mechero y salió a la calle. El cigarrillo temblaba en sus manos por culpa de la ansiedad y a duras penas acertó a encenderlo. Aspiró una bocanada. Luego otra y otra más. Sus nervios comenzaron a calmarse cuando se sentó en un banco.
      Definitivamente no sólo era su mejor amiga. Era la persona a la que más odiaba de todas cuantas conocía. Ella sabía perfectamente lo que él sentía, pero lo obviaba como si fuese la cosa más normal del mundo. ¿Invitarle a comer con ella y su novio? Estaba loca si pensaba que caería tan bajo.
      Echó a andar hacia el metro, pero la triste realidad le sorprendió cuando se vio a sí mismo reflejado en las ventanas de la cafetería.  Allí estaban los dos, hablando de cualquier tontería, completamente ajenos a su mirada. Y él los observaba con una curiosidad enfermiza mientras el dolor le consumía.
      Un intenso calor en los dedos le devolvió a la realidad. El cigarro casi se había consumido por completo y las ascuas quemaban su piel. Arrojó la colilla al césped y, temeroso de ser descubierto, se apartó de la ventana y salió corriendo hacia la Avenida del Paraninfo.
      En algún bolsillo del pantalón el móvil comenzó a vibrar y paró para cogerlo. Tomó aire varias veces antes de contestar, falto de oxígeno.
      -¿Sí? –dijo al acercarse el auricular a la oreja.
      -¿Cómo estás, hijo? –Dijo una voz ronca al otro lado de la línea-. Ya tengo todo listo. Nos veremos en una hora, en el lugar de siempre
      -Está bien. Gracias por todo.
      Colgó sin despedirse y guardó el teléfono de nuevo en el bolsillo.
      El trayecto que separaba la Escuela del Metro le invitaba a reflexionar. Casi siempre volvía a casa solo y, cuando algún compañero de clase le acompañaba, apenas intercambiaban algo más que comentarios estúpidos acerca de la carrera. Todo el mundo empezaba a decir que se estaba volviendo loco.
      Hasta él mismo llegó a pensarlo en más de una ocasión, aunque siempre rechazaba la idea al instante. Él era el más cuerdo de todos, de eso estaba completamente seguro. No tenía más que echar un vistazo a su alrededor para darse cuenta de que todo el mundo había perdido los papeles.
      Al igual que ella.
      Su forma de actuar no tenía ningún sentido. Jugaba con él, se dedicaba a contarle sus penas, a calentarlo con mil y una historias, a jugar a un perverso tira y afloja. Pero, por encima de todo, ella amaba a Gonzalo, lo cual, teniendo en cuenta la difícil lógica del ser humano, podría ser cierto.
      Pero, de eso sí estaba seguro, era él quien la amaba, aunque parecía que sus sentimientos no importaban nada. Su amor fue derivando poco a poco en dolor y, al final, acabó odiándola al sentirse rechazado.
      La guinda la puso la entrada de ambos en el Eco. La revista, necesitada como estaba de nuevos redactores, los acogió en cuanto entraron por la puerta. De eso hacía ya dos años y medio.
      Allí  estaba Gonzalo, redactor veterano y alabado por sus artículos en toda la Escuela, luciéndose en las reuniones y enamorándola con su encanto personal.
      Pronto quedó claro quién valía para redactor y quién no. Mientras que ella exhibía sus dotes literarias y humorísticas, él tenía que conformarse con hacer algún artículo de dudosa calidad o ayudar a guionizar un cómic.
      Dispuesto a demostrarles a todos que él también era capaz de escribir algo a la altura de las circunstancias, bajó un día cualquiera a la redacción con mil ideas en la cabeza. Metió la llave en la cerradura, empujó la puerta y, embelesado con sus propias ocurrencias, no tuvo tiempo de oírla gritar “¡Un momento!”.
      Algo se rompió en su interior cuando, al entrar, los vio semidesnudos en el sofá del club. Su rostro palideció y se descompuso mientras se disculpaba y volvía a salir.
      Al día siguiente dejó la revista escudándose en sus desastrosos resultados académicos.
      A partir de ese momento, sus amigos le rogaron encarecidamente que se olvidase de ella, pero él hizo caso omiso de sus consejos y empezó a alejarse de ellos para no tener que soportar sus comentarios al respecto.
      Inmerso en sus pensamientos, apenas fue consciente de que ya estaba cruzando los torniquetes del Metro y mezclándose con la multitud que bajaba las escaleras que llevaban al andén uno de la Línea 6. Perdido entre tanta gente encontró por fin un momento de alivio.
      El tren llegó y la masa se encargó de hacerle entrar en uno de los vagones. A esa hora el Metro rebosaba de estudiantes que deseaban llegar a casa para comer.
      Consultó  el reloj para comprobar una vez más la fecha. Veintisiete de noviembre, el día que la parejita feliz cumplía su segundo año de relación.
      Sintió una punzada familiar en el estómago y no pudo evitar llevarse las manos al abdomen. Un anciano que despedía un olor muy desagradable preguntó si necesitaba ayuda y le tendió los brazos para sostenerle. De un manotazo, lo apartó y se aferró a una de las barras intentando sobreponerse al dolor.
      Se estaba muriendo a un ritmo vertiginoso y los médicos no sabían explicarle porqué. La úlcera del estómago no era más que un síntoma provocado por el dolor que soportaba su mente. El psiquiatra, al que sólo había acudido en una ocasión, le dijo que se estaba muriendo de pena.
      Pasaron varias estaciones antes de que pudiera sentarse por fin y alejarse de aquel tipo que apestaba. Apoyó la cabeza en la ventana que daba al otro vagón y su mirada se perdió en el infinito.
      -… Atención, estación en curva. Al salir, tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén 

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