miércoles, 17 de febrero de 2010

Los fantasmas del paraíso. Parte II

No sigas leyendo si no has leído aún la primera parte (entrada anterior).


Los fantasmas del paraíso. Parte II

   Andrea se dejó caer en la silla que Gonzalo había reservado para ella en la cafetería. No hacía falta que dijera nada, él ya sabía a quién se debía aquella triste expresión en su rostro.
   -No lo sé –susurró-. Tengo mucho miedo.
   -Tranquila, pequeña –la atrajo hacia sí y la besó-. Ya se le pasará...
   -¿Cuándo? –Alzó la voz-. ¡Lleva más de dos años así!
   Gonzalo no supo qué contestar. Se limitó a permanecer abrazado a ella.
   -Nunca superará que tú y yo estemos juntos –dijo-. Cree que le traicioné, que estaba jugando con él. ¿Qué podía hacer si yo quería estar contigo? ¡Suficiente me hizo sufrir cuando era yo la que estaba enamorada de él!
   Se echó a llorar como cada vez que salía el tema. Gonzalo sintió unas ganas irrefrenables de estrangular a ese cabrón egoísta por hacerla sufrir tanto debido. Por su culpa, aquella conversación se repetía una y otra vez y Gonzalo temía que ella siguiera sintiendo algo más que amistad por él.
   -Tienes razón, nunca lo superará –asintió Gonzalo-. Pero tú sí deberías hacerlo y te prometo que estaré a tu lado siempre.
   -Se ha vuelto loco.
   -Sí.
   Andrea le dedicó una mirada cargada de dolor. Durante dos años, aquellos ojos habían visto la caída en picado de su mejor amigo en un pozo que parecía no tener fondo.
   Y si eso fuera lo único… Él había sido todo para ella desde que se conocieron hacía ya cinco años en aquella fiesta. Andrea lloraba en un rincón y él se acercó hasta ella y le pidió que sonriera. No fue un gesto increíble, pero ya era más de lo que sus amigas habían hecho.
   Se enamoró. De aquel chico tan inteligente, de sus palabras, de sus gestos. Incluso empezó a verle cierto atractivo invisible hasta ese momento.
   Pero él la veía como una amiga, o eso daba a entender. Andrea sabía que él también se había enamorado, pero pronto descubrió que su cabeza era tan compleja que funcionaba de forma distinta a la del resto de los mortales.
   Cometieron el error de besarse una fría tarde de invierno o, más bien, ella le besó a él. Todo cambió a partir de ese momento. Se acabaron las largas conversaciones en casa de ella, sustituidas por el sexo. No hubo más confesiones por teléfono a las tantas de la madrugada, empezaron las fechas, los regalos, “Estoy enamorada de ti”, “Yo también”, “Dame un beso”.
   Pero por alguna razón él no era capaz de hacerla feliz y un día, al poco de entrar en la ETSIT, su relación se acabó.
   -Podemos seguir siendo amigos –mintió él.
   -Claro, esto no tiene por qué afectar nada en nuestra amistad –y Andrea sonrió, aunque no del todo.
   Pronto descubriría que la razón por la cual no era feliz no dependía de él, sino de ella misma. En ese momento, sentada frente a Gonzalo, fue consciente de ello más que nunca. Él había soportado aquellos fantasmas durante dos años y Andrea entendía incluso que a veces hubiera dormido en la cama de otra, preso de la desesperación. Gonzalo se había esforzado más que nadie en intentar hacerla feliz, pero daba igual, no era capaz.
   No mientras siguiera enamorada de él, la persona que se estaba hundiendo por su culpa.
   -¿En qué piensas? –preguntó Gonzalo.
   -En lo mucho que te quiero –un intento de sonrisa cruzó sus labios-. Gracias por estos dos años, no sé qué hubiera hecho sin ti.
   -Sobrevivir, como hacemos todos.
   -Sí, supongo –desvió la mirada a la ventana.
   Allí, al otro lado del cristal, estaba él, mirándoles.


   Nada más llegar a casa, fue directo a su habitación. Tal, como esperaba, la cama seguía sin hacer, tal cual la había dejado esa mañana. Eso significaba que su madre tampoco iba a levantarse ese día, así que se dirigió a la cocina y empezó a hacer comida para dos.
   Hacía meses que dejaba la cama sin hacer. Si se la encontraba hecha, significaba que su madre se había levantado. Así sabía los días que salía de la habitación, aunque hacía mucho tiempo que aquello no ocurría. Durante los tres últimos años, las depresiones la habían atacado constantemente, atándola durante largos períodos a la cama. El último, el más grave, duraba ya dos meses.
   Él se limitaba a llevarle comida al mediodía y a recoger los platos por la noche. Así sobrevivía, pues no aceptaba nada más ni de nadie más.
   Su hermano, un año más pequeño, vivía con unos familiares en la otra punta de la ciudad, ajeno a aquel desastre en el que se había convertido su casa. Ninguno de los dos llegó a conocer jamás a su padre. Lo único que conservaban de él era un cajón lleno de cosas suyas en algún rincón de la casa.
    Pero aquello acabaría pronto. Llevaba mucho tiempo intentando reunir el dinero necesario para pagarle a su madre la atención psiquiátrica que precisaba, haciendo lo imposible, hasta que Él se hizo eco de su situación y decidió encargarse de todo. A la mañana siguiente, un equipo del sanatorio mental pasaría a recogerla.
   No quedaba otra alternativa, no después de lo que se proponía hacer.
   Colocó la comida de su madre en una bandeja y fue hasta su habitación. Abrió la puerta y esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. Una pesada respiración procedía de algún lugar entre las sábanas. Se acercó hasta la mesilla y dejó allí la bandeja, lentamente.
   Una profunda tristeza le invadió. Sabía que aquella era, con total seguridad, la última vez que vería a su madre. Contuvo las lágrimas y dio la vuelta para salir de aquella habitación.
  Se detuvo un segundo en el umbral de la puerta.
   -Mamá... -empezó-. Mamá, tengo algo que decirte...
   Un gruñido fue toda la respuesta que sus lágrimas obtuvieron.
   -Mamá, voy a encender la luz, tengo que...
   No tuvo tiempo de accionar al interruptor, pues un plato se estrelló cerca de su mano contra la pared, haciéndose añicos:
   -¡Fuera! ¡MÁRCHATE!
   Asustado, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí. Preso de la desesperación, corrió hasta su habitación y se derrumbó en la silla. Cuando fue capaz de recuperar el control de sí mismo, sacó un cigarro del bolsillo y lo encendió. Después, se acercó hasta el equipo de música y pulsó el botón play.
   Las notas oscuras del bajo de 10.000 days de Tool, mezcladas con sonidos de tormenta, dieron paso a la voz melosa de Maynard James Keenan:
    Listen to the tales and romanticize how we follow the path of the hero…”
   Abrió la mochila y sacó la caja de madera que Él le había entregado media hora antes. El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. A pesar de todo el dolor que sentía, tuvo que reconocer que por fin todo salía según lo previsto.
   “10.000 days in the fire is long enough, you’re going home…”   Estudió con detenimiento el contenido de la caja, lo sacó y contempló su brillo al trasluz. Sonrió. Quizá decir diez mil días en el fuego era exagerado, pero los últimos tres años de su vida habían sido un auténtico infierno.
   “It’s time now, my time now! Give me my… Give me my wings!”
   Sí, era el momento. Se sentó, dio la última calada al cigarro y dejó de nuevo aquel artilugio en su caja. Los fantasmas que anidaban en su interior dejaron de gritar por primera vez.
   -No te preocupes –había dicho Él hacía ya mucho tiempo-, yo me encargaré de tu madre. Ya has sufrido demasiado, hijo mío. Es hora de actuar.
   No conseguía recordar cómo Él había aparecido en su vida, ni por qué se había metido en ella cada vez más. La primera imagen que le venía a la cabeza era un enorme salón, ambos sentados en sendos sillones majestuosos. La chimenea desprendía un calor reconfortante. Desde aquel día, Él se convirtió en la única persona en la que podía confiar.
   -¿Eso es todo? –preguntó, ingenuo, antes de apurar su copa.
   -¿No estás de acuerdo conmigo? ¿No crees que sea suficiente?Él sonrió-. Es hora de que termines con todo esto. No serás feliz mientras ella siga en tu vida.
   -¿Y qué puedo hacer? La quiero tanto…
   -Busca en tu interior. Nadie conoce la respuesta mejor que tú mismo.
   Sí. Lo sabía, aunque hubiera necesitado de un mentor como aquél, alguien que entendiera su situación casi mejor que él mismo y le guiara a la hora de tomar decisiones en su vida, para darse cuenta. Él le dijo que no perdiera la fe, que no se dejara cegar por el dolor. Él le dio un sentido al poco tiempo de vida que le quedaba a su mente.
   Algo debió cambiar en su mirada, porque de pronto Él asintió con la cabeza y se acercó hasta el chico para posar la mano en su hombro. Su cercanía se le antojó sobrecogedora.
   -Eso es, muchacho. Deja que tu rabia vea la luz.
   Una oleada de dolor le golpeó cuando clavó la mirada en sus ojos. En ese momento fue consciente de quién era Él, cómo sabía toda su historia y por qué había decidido ayudarle.
   Fue Dios quien le convenció de que tenía que matarla, y ahora un revólver pesaba en el interior de su chaqueta mientras la seguía a través de las calles de Madrid.
   No dudó ni siquiera por un instante. Su paso no vacilaba. Había tomado una decisión y estaba contento de poder hacer algo de una vez por todas, después de haber sufrido tanta humillación por parte de Andrea. Se acabaría su existencia y, con ella, el sentirse incapaz de ser feliz o de hacer feliz a alguien. Con total seguridad pasaría sus últimos días en la cárcel y no volvería a ver a su madre, pero al menos sabía que ella estaría bien.
   Había necesitado de algo que le abriera los ojos, pero en ese momento lo veía todo tan claro que no dejaba de preguntarse cómo no se le había ocurrido antes.
   Los mataría. No sólo a ella, también al imbécil de Gonzalo.
   ¡Dios estaba de su parte, no podía fallarle!

lunes, 15 de febrero de 2010

Los fantasmas del paraíso. Parte I

Antes que nada, disculpad que no actualice con mucha frecuencia, ya volverá mi inspiración creativa. Y gracias a todos los que hayáis participado de forma directa o indirecta en mi cumpleaños, seréis recompensados.

Es curioso que los que sabemos lo que es amar más allá de la ostentación (ya sabéis, eso de poner hasta en los asientos del autobús lo mucho que quieres a la otra persona para que lo vea todo el mundo), la monotonía, la relación interesada (regalitos y demás), las fechas importantes (con segundos, minutos, horas, días, meses, años,...), las ñoñerías del tipo cuelga tú y demás tópicos de pareja, opinemos casi todos lo mismo: San Valentín no es el día en que tienes que demostrar a tu pareja lo mucho que la quieres, sino todos los demás. Vamos, que San Valentín es una horterada y una estupidez.

Además, el amor sólo lo celebra quien no lo conoce. Sí, el amor es muy bonito, pero sólo cuando es correspondido; si no, es algo desgarrador, doloroso. No nos engañemos, la mayoría de las historias de amor no acaban bien, al contrario de lo que nos quieren vender; y en otra cosa no, amigos, pero de patinazos y fracasos en este tema podrían nombrarme doctor honoris causa.

Hace tiempo escribí una historia de amor que quiero compartir con todos vosotros. La colgaré en varios trozos, por aquello de darle un poco de expectación al asunto y que no os aburra de tanto leerla. Se titula Los fantasmas del paraíso, y salio publicado en el ECO de Teleco. Habla, hasta cierto punto, de mí. Y de ella. Espero que la disfrutéis y os acerque un poquito a quién soy.


Los fantasmas del paraíso. Parte I

      Alzó  el botellín y apuró de un trago lo poco que quedaba de cerveza. Su sabor amargo le recordó tristemente las fiestas que en el pasado frecuentaba con sus amigos. De vez en cuando le invitaban a salir, pero una y otra vez rechazaba las ofertas de noches de juerga y alcohol. Ya no le aportaban nada.
     Aunque, pensándolo mejor, eran sus amigos los que no le llenaban.

   Sus labios perfilaron una sonrisa irónica mientras se levantaba. A pesar de que el color amarillento de la cafetería de la Escuela conseguía ponerle de los nervios, se dejaba caer por allí a la salida de las clases para echar un trago, siempre solo, antes de volver a casa.
      Pasó  al lado de la cola de la comida y pudo echarle un vistazo rápido. <Oh, monsieur! Cordon bleu! >>. En su mochila pesaban las carpetas de asignaturas que ya había dado por imposibles. Hacía tiempo que se había dado cuenta de que aquella carrera no era lo suyo y, aún así, acudía un día tras otro a clase para tomar los apuntes que sus profesores explicaban con mayor o menos destreza. Y ya que no se los iba a estudiar, por lo menos los sacaba de paseo.
      Cruzó  la puerta de la cafetería, dispuesto a marcharse lo más rápido posible, cuando se topó con Andrea a la salida de Publicaciones.
      ¿Acaso es posible describir la perfección?
      Aquella chica lo tenía todo: era guapa, inteligente y hacía gala de un sentido del humor con el que él sólo podía soñar. Al verle, sonrió. Podía decirse que era su mejor amiga, pero eso era sólo una verdad a medias. Si seguía yendo todos los días a la Escuela, en el fondo, para verla, para sentarse en cualquier lugar de la clase desde donde poder contemplarla mientras su mano escribía en el papel demostraciones lógicas que para él resultaban completamente ilógicas.
      -¡Buenas! –saludó-. No te he visto salir de clase. ¿Te vas ya?
      -Sí  –contestó él desde su nube-. Tengo un poco de prisa.
      -Pensé  que te quedabas a comer hoy. ¿Sabes qué hay?
      -Adivina.
      -Déjame pensar –se llevó un dedo a la barbilla y miró al techo, pensativa-. Paella y filete con patatas.
      -Eres buena, ¿eh? –le dijo-. Yo jamás lo habría adivinado.
      -¿No vas a quedarte aunque te insista? –puso cara de niña buena-. He quedado con Gonzalo abajo, si quieres comemos los tres.
      Gonzalo. Sólo con mencionar su nombre bastaba para que los celos azotaran su estómago. Durante unos segundos estuvo seguro de que su cara había sido la viva imagen de la ira. Miró hacia las máquinas expendedoras antes de contestar, intentando disimular su enfado.
      Gonzalo era su novio, uno de los muchos idiotas que pululaban por la Escuela dándose aires sólo por el hecho de estudiar una ingeniería pero que, en realidad, no hacía más que danzar de fiesta en fiesta, tirándose a lo primero que se pusiera por delante, y, por supuesto, su rol de chico malo le obligaba a faltar a todas las clases. Claro que ella era consciente de ello y, con casi total seguridad, era eso lo que más le atraía de él. La complicada psicología femenina, que hace aguas por todos lados.
      -No puedo, de verdad –dijo al fin-. Tengo prisa.
      Andrea se puso de puntillas para darle un beso en la mejilla, pero él se apartó y comenzó a alejarse rápidamente de cafetería.
      -¡Recuerda que el Eco sale mañana! –le gritó cuando alcanzó el hall.
      El puto Eco, se dijo.
      Cuando alcanzó las puertas de la Escuela, soltó todo el aire que había estado reteniendo y aspiró profundamente varias veces para tranquilizarse.
      Se llevó las manos a los bolsillos en busca del paquete de tabaco y el mechero y salió a la calle. El cigarrillo temblaba en sus manos por culpa de la ansiedad y a duras penas acertó a encenderlo. Aspiró una bocanada. Luego otra y otra más. Sus nervios comenzaron a calmarse cuando se sentó en un banco.
      Definitivamente no sólo era su mejor amiga. Era la persona a la que más odiaba de todas cuantas conocía. Ella sabía perfectamente lo que él sentía, pero lo obviaba como si fuese la cosa más normal del mundo. ¿Invitarle a comer con ella y su novio? Estaba loca si pensaba que caería tan bajo.
      Echó a andar hacia el metro, pero la triste realidad le sorprendió cuando se vio a sí mismo reflejado en las ventanas de la cafetería.  Allí estaban los dos, hablando de cualquier tontería, completamente ajenos a su mirada. Y él los observaba con una curiosidad enfermiza mientras el dolor le consumía.
      Un intenso calor en los dedos le devolvió a la realidad. El cigarro casi se había consumido por completo y las ascuas quemaban su piel. Arrojó la colilla al césped y, temeroso de ser descubierto, se apartó de la ventana y salió corriendo hacia la Avenida del Paraninfo.
      En algún bolsillo del pantalón el móvil comenzó a vibrar y paró para cogerlo. Tomó aire varias veces antes de contestar, falto de oxígeno.
      -¿Sí? –dijo al acercarse el auricular a la oreja.
      -¿Cómo estás, hijo? –Dijo una voz ronca al otro lado de la línea-. Ya tengo todo listo. Nos veremos en una hora, en el lugar de siempre
      -Está bien. Gracias por todo.
      Colgó sin despedirse y guardó el teléfono de nuevo en el bolsillo.
      El trayecto que separaba la Escuela del Metro le invitaba a reflexionar. Casi siempre volvía a casa solo y, cuando algún compañero de clase le acompañaba, apenas intercambiaban algo más que comentarios estúpidos acerca de la carrera. Todo el mundo empezaba a decir que se estaba volviendo loco.
      Hasta él mismo llegó a pensarlo en más de una ocasión, aunque siempre rechazaba la idea al instante. Él era el más cuerdo de todos, de eso estaba completamente seguro. No tenía más que echar un vistazo a su alrededor para darse cuenta de que todo el mundo había perdido los papeles.
      Al igual que ella.
      Su forma de actuar no tenía ningún sentido. Jugaba con él, se dedicaba a contarle sus penas, a calentarlo con mil y una historias, a jugar a un perverso tira y afloja. Pero, por encima de todo, ella amaba a Gonzalo, lo cual, teniendo en cuenta la difícil lógica del ser humano, podría ser cierto.
      Pero, de eso sí estaba seguro, era él quien la amaba, aunque parecía que sus sentimientos no importaban nada. Su amor fue derivando poco a poco en dolor y, al final, acabó odiándola al sentirse rechazado.
      La guinda la puso la entrada de ambos en el Eco. La revista, necesitada como estaba de nuevos redactores, los acogió en cuanto entraron por la puerta. De eso hacía ya dos años y medio.
      Allí  estaba Gonzalo, redactor veterano y alabado por sus artículos en toda la Escuela, luciéndose en las reuniones y enamorándola con su encanto personal.
      Pronto quedó claro quién valía para redactor y quién no. Mientras que ella exhibía sus dotes literarias y humorísticas, él tenía que conformarse con hacer algún artículo de dudosa calidad o ayudar a guionizar un cómic.
      Dispuesto a demostrarles a todos que él también era capaz de escribir algo a la altura de las circunstancias, bajó un día cualquiera a la redacción con mil ideas en la cabeza. Metió la llave en la cerradura, empujó la puerta y, embelesado con sus propias ocurrencias, no tuvo tiempo de oírla gritar “¡Un momento!”.
      Algo se rompió en su interior cuando, al entrar, los vio semidesnudos en el sofá del club. Su rostro palideció y se descompuso mientras se disculpaba y volvía a salir.
      Al día siguiente dejó la revista escudándose en sus desastrosos resultados académicos.
      A partir de ese momento, sus amigos le rogaron encarecidamente que se olvidase de ella, pero él hizo caso omiso de sus consejos y empezó a alejarse de ellos para no tener que soportar sus comentarios al respecto.
      Inmerso en sus pensamientos, apenas fue consciente de que ya estaba cruzando los torniquetes del Metro y mezclándose con la multitud que bajaba las escaleras que llevaban al andén uno de la Línea 6. Perdido entre tanta gente encontró por fin un momento de alivio.
      El tren llegó y la masa se encargó de hacerle entrar en uno de los vagones. A esa hora el Metro rebosaba de estudiantes que deseaban llegar a casa para comer.
      Consultó  el reloj para comprobar una vez más la fecha. Veintisiete de noviembre, el día que la parejita feliz cumplía su segundo año de relación.
      Sintió una punzada familiar en el estómago y no pudo evitar llevarse las manos al abdomen. Un anciano que despedía un olor muy desagradable preguntó si necesitaba ayuda y le tendió los brazos para sostenerle. De un manotazo, lo apartó y se aferró a una de las barras intentando sobreponerse al dolor.
      Se estaba muriendo a un ritmo vertiginoso y los médicos no sabían explicarle porqué. La úlcera del estómago no era más que un síntoma provocado por el dolor que soportaba su mente. El psiquiatra, al que sólo había acudido en una ocasión, le dijo que se estaba muriendo de pena.
      Pasaron varias estaciones antes de que pudiera sentarse por fin y alejarse de aquel tipo que apestaba. Apoyó la cabeza en la ventana que daba al otro vagón y su mirada se perdió en el infinito.
      -… Atención, estación en curva. Al salir, tengan cuidado para no introducir el pie entre coche y andén 

miércoles, 3 de febrero de 2010

1000 visitas

Bueno, después de meses 4 meses y 28 entradas, Un matemático de paso ha superado las 1000 visitas. Gracias a todos los que os pasáis a menudo a leer mis desvaríos, siempre es gratificante saber que hay gente al otro lado...


Quiero dedicarles estas visitas a mis compañeros de Matemáticas, los que han sufrido desde el día 11 hasta el 22 de enero los mismos exámenes que yo y han estado desquiciados. Mi más sincera enhorabuena a los que habéis aprobado todas a la primera, me quito el sombrero ante vosotros (quizá os parezca una tontería, pero yo vengo de un sitio donde decían que triunfar era imposible... y poco de eso se veía).

En especial, esta entrada va dedicada a Teresa, a la que he visto sufriendo mucho con todo esto de las Matemáticas y que al final ha sacado unas notas increíbles. Por eso y porque la quiero mucho.

Enhorabuena también a David, Álvaro, Paola, Ana Belén, Rasskin, Raquel, Gonzalo, Raúl... y a todos aquellos que también lo hayáis aprobado todo pero cuyas notas desconozco.

¡Un saludo y nos vemos en R3!